Una prima mía se casará en dos meses. Ella
no quiere una boda especial, nada de lujos, solo quiere invitar a familiares y
amigos muy cercanos. Siempre vela por el ahorro y la sencillez. “No quiero que
los invitados sobrepasen los cincuenta, más no”, dijo con determinación. Su
pareja la apoya, tampoco le gusta lo ostentoso. Demasiado gasto, prefiere
ahorrar para su luna de miel. Un viaje al extranjero con su futura esposa a
Acapulco o las Islas Margaritas es su máxima aspiración.
Pero eso sí, en la boda que no falte un fotografo de bodas que
registre al detalle toda esta ceremonia. Que la inmortalice con sus mejores
tomas. Tiene que ser profesional, definitivamente, alguien con experiencia en
eventos sociales y que no se le escape nada, ni la entrega del anillo, ni el
beso que sellará sus vidas para siempre.
Un amigo aficionado a la fotografía se
ofreció para dicha tarea. Mi prima, muy amablemente, le dijo que lo preferiría
ver como invitado. No quiere correr el riesgo de ver en su álbum de recuerdo
una imagen movida, mal encuadrada, desenfocada, sin contraste de luz ni buena
iluminación. No, eso sería el fin del mundo para ella. Más que la boda le
importa el recuerdo de ella.
Que sus hijos, porque piensa tener dos
hijos, vean la felicidad en el rostro de
su madre al casarse con el amor de su vida. Eso es lo que quiere que las fotos
proyecten ese sentimiento, no importa si por ahí se nota su nerviosismo. Quiere
que sus hijos vean esa sonrisa que enamoró a su esposo.
Un fotografo de bodas profesional, ducho en
la materia. No importa que cobre caro, ahí sí no escatimaría gastos. Total,
solo piensa casarse una vez en su vida.